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El Ateneu Barcelonès Allí donde se detienen los relojes

9/10/2013

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Crónicas: El Ateneu Barcelonès Allí donde se detienen los relojes

El Ateneu Barcelonès es uno de los ejemplos más vivos del ateneísmo ilustrado. Una institución en la que el tiempo se ha detenido pero no se ha estancado. Allí, el poso de conocimiento y arte del siglo XX se conjuga en el siglo XXI con una moderna escuela de escritura creativa. texto Raúl ARGEMÍ fotos MARIO KRMPOTIC’

Recorrer el Ateneu Barcelonès, o Ateneo de Barcelona, es como tener el privilegio de entrar en una cápsula del tiempo. Una cápsula del tiempo que preserva y atesora objetos, libros, pinturas y gestos, algunos con más de un siglo de existencia y otros relativamente nuevos.

Desde hace miles de años, la humanidad ha tenido golpes de vanidad que la llevan a dejar testimonio de su presente para las generaciones futuras, a cientos o miles de años vista. Es una costumbre que no se ha abandonado ni siquiera en esta época, cuando Google es la mayor acumulación de datos, fotos o vídeos que ha tenido el hombre jamás. También Wikipedia es una cápsula del tiempo. Subjetiva, porque, como enciclopedia abierta a todos, es el sitio donde cada uno puede agregar lo que piensa de la gente, la realidad o la historia, con la misma relativa parcialidad que tienen todas las enciclopedias, incluyendo los diccionarios de idiomas, como el que lleva la Real Academia Española desde hace tantos años.

Definamos “cápsula del tiempo”.

La forma o el tamaño de una cápsula del tiempo dependen de la época, y su contenido, insisto, de la vanidad del presente que quiere legar al futuro una manera de vivir que, indudablemente, considera la cumbre a la que ha llegado el hombre hasta ese momento.

La más antigua de que se tenga memoria se produjo en Sumeria, hace más o menos 5.000 años. El poema de Gilgamesh, considerado como la primera obra literaria de la humanidad, arranca con instrucciones para encontrar una caja de cobre escondida en las murallas de Uruk. Allí, se supone, está la saga del príncipe Gilgamesh, que hizo un mal contrato con los dioses y terminó lamentando ser inmortal, grabada en una tabla de lapislázuli.

En las tablillas de arcilla que recogen en escritura cuneiforme la historia de Gilgamesh, aparece un personaje que, por sus hechos o por su mito, permaneció al menos en la historia del tiempo de hebreos y cristianos: Utnapishtim. Fue testigo del diluvio mesopotámico que la Biblia luego narraría con Noé como protagonista, al tiempo que también fue el sabio al que recurrió Gilgamesh en busca de la manera de ser inmortal. Y así, como a la pasada, se me ocurre que todas las cápsulas del tiempo son una forma de vencer a la muerte y conquistar la inmortalidad.

Otras cápsulas han tenido forma de esfera, de torpedo, de caja, o han sido cuevas profundas en la montaña, selladas luego de llenarlas con elementos representativos de una época, de un presente.

Pero hay una versión de las cápsulas del tiempo, frecuentada por la ficción, que es una puerta que viola la frontera entre pasado y presente. Quien entra en ellas se ve transportado, como en La máquina del tiempo de Herbert George Wells, publicada en 1895, a cualquier momento que escoja.

Un erótico empeine

Cuando me sumerjo en el recogido silencio de la biblioteca del Ateneu, pienso en Wells y siento que he saltado hacia un pasado que tenía un color distinto al presente. La crisis económica de España y la Unión Europea se han quedado afuera. Unos pasos antes del portal en la calle de La Canuda, que era por donde ingresaban los carruajes en el palacio original. Puedo oír el ruido de los cascos y las ruedas, las exhortaciones de los palafreneros, y los andares de damas con largos vestidos que apenas dejaban ver un empeine. Un, para ese momento, erótico empeine.

Para mí, que viví mi infancia casi recluido en una biblioteca particular no tan gigante con la del Ateneu, pero plena de libros encuadernados y con ese olor particular, se me hace presente una tentación. La de muchos monjes de la Edad Media: tomar un voto de silencio y no salir nunca más de entre esos libros, las memorias de todos los tiempos.

Y me centro sobre la biblioteca y el jardín interior de la entidad, porque las oficinas que rodean el corazón del edificio son como cualquier oficina, esa clase de no-espacios que se pueden situar y nos sitúan en cualquier sitio posible, anónimo como los aeropuertos.

En la calle de La Canuda

El edificio actual, adquirido en 1906, fue construido como vivienda del barón de Savassona, en 1798, en un estilo neoclásico que, más tarde, vivió varias reformas, porque destinarlo a lugar de estudios, reuniones y biblioteca lo ordenaban. Pero, de ese tiempo –y siempre hablaremos del tiempo para este viaje en cápsula– se conservan, tras un meticuloso trabajo de restauración, las pinturas al temple que realizó Francesc Pla, “El Vigatà”, en el techo de las principales alas de la biblioteca. Ese tipo de composiciones neoclásicas tienen un poco de los griegos y un mucho del gesto remilgado de las vírgenes de iglesia.

Por su tamaño y disposición, esas salas seguramente estuvieron destinadas, en los años en que vivió allí Josep Francesc Ferrer de Llupià Brossa, barón de Savassona, a suntuosos encuentros sociales, con pequeñas orquestas de cámara destinadas a amenizar y facilitar los bailes, los casuales encuentros de negocios y las miradas melosas de los jóvenes que compondrían las parejas, los matrimonios y la continuidad familiar de la elite barcelonesa.

A partir de 1906, las cosas comienzan a cambiar. El arquitecto Josep Gumà y un discípulo aventajado de Gaudí, Josep Maria Jujol, asumen las reformas del palacio para que acoja los miles de libros que tenían en patrimonio, las colecciones de revistas de la época y los manuscritos, y para que el Ateneu pueda dar servicios a la sociedad.

El fuerte de Josep María Jujol era el hierro forjado. Era un maestro en dicho arte y su presencia es observable en la mayoría de las grandes edificaciones que hoy conforman el paisaje turístico de Barcelona, como la Casa Batlló.

Así, entre dos alas de la biblioteca, la destinada a los estudiosos no pertenecientes a la institución que quieran consultar textos y la que solo pueden usar los socios, se puede ver una separación construida con hierro de forja y vidrio soplado y coloreado, realizada por Jujol.

En el silencio de catedral que impera en esos espacios, cuyas paredes están cubiertas por vitrinas llenas de libros en muchos idiomas, a uno no le extrañaría encontrar, junto al estudioso que repasa y toma apuntes de textos y originales, a un monje copista de la época de los pergaminos iluminados. Otra vez vuelvo a Herbert George Wells y su máquina del tiempo, a la cápsula para el futuro, tal vez hoy, en la que podemos entrar.


(IMAGEN  AL FINAL DEL ARTICULO)
Jardín Romántico del Ateneu Barcelonès, lugar de encuentro de socios… y pájaros.


Algo, para un admirador de los libros antiguos desde niño, es distinguible: un cierto perfume propio de las encuadernaciones, las colas que se usaban en ese momento y los cambios que la relación entre la tinta y el papel operan a lo largo de los años. Es un perfume relajante, un olor que nos despega de la realidad inmediata y detiene los relojes.

Un dato curioso es que los miles de ejemplares nunca fueron víctimas de los roedores. Hasta hace muy pocos años era común que los gatos rondaran por las bibliotecas, y que los lectores de pronto se encontraran con un felino sobre las rodillas, con el que compartían su afecto, porque el gato, cazador de ratones al fin y al cabo, podía ser otro lletraferit, otro enamorado de las letras.

Ya no hay gatos. La tecnología ha evolucionado y pequeños aparatos que emiten vaya uno a saber qué clase de señales alejan a los roedores. Convengamos en que es una pérdida. Entre un gato y un aparato electrónico, es más fácil querer a un gato.

La nueva etapa

El comienzo de siglo traía muchos cambios a Barcelona. Durante la centuria anterior se había producido una explosión industrial y las chimeneas humeaban en casi toda la ciudad, especialmente en Poble Nou.

Junto con la proliferación de los Ateneos Obreros, que buscaban una luz a través de las formas de cultura más primarias, el teatro, la lectura y las reuniones sociales, se asentaba el prestigio del Ateneu. Un sitio donde las elites culturales y económicas se reservaban unas horas para el intercambio de saberes y para lo que consideraban actividades saludables para el conjunto de la sociedad, junto con la toma de posición identitaria. Fue en esos pasos en que la institución comenzó su pasaje hacia el catalanismo, asumido hasta en sus menores expresiones, oficializando la lengua catalana como propia.

(IMAGEN  AL FINAL DEL ARTICULO)
Auditorio del centro


Una de las actividades acostumbradas de ese principio de siglo XX, heredada de los casinos provincianos del siglo XIX, eran las tertulias, encuentros nunca abiertos a cualquiera, a los que había que concurrir por invitación previa de uno de los socios. La de mayor fama, según se la recuerda, era la liderada por el doctor Joaquim Borralleras, a la que concurrían las mentes más cultas de su tiempo, y no pocos políticos.

Y otra vez tenemos que recurrir a la cápsula del tiempo, mejorada por Wells.

Durante la Exposición Universal de Nueva York de 1939, se enterró debajo del parque de Flushing Meadows una cápsula del tiempo. Con forma de torpedo y algo más de dos metros de largo, fue construida por la empresa Westinghouse en una aleación de níquel y plata que se suponía más resistente a la corrosión que el acero. Contenía objetos de uso cotidiano como una bobina de hilo, un frasco con semillas y un microscopio, además de algunos rollos de película de cine, que sumaban un noticiario de la RKO, filmado por la desaparecida Pathé Pictures, de quince minutos de duración.

Hoy, en una de las salas que forman parte de la planta de la biblioteca del Ateneu, se puede ver una larga mesa forrada con un mantel negro, y flanqueada con sillas del mismo color.

Allí, cada miércoles, se celebra una comida para un grupo de tertulia cerrado, a la que no se puede asistir sin una invitación expresa. Tal vez el fantasma, la presencia de Joaquim Borralleras, modera las conversaciones para que respeten su turno, sin las crispaciones y las interrupciones a las que nos tiene acostumbrados la televisión basura. Tal vez porque, como las pinturas de “El Vigatà”, las presencias, los gestos y la repetición de las costumbres están allí para demostrar que el tiempo, como decía Jorge Luis Borges, es una ilusión de los sentidos.

Quizá el fantasma de Borralleras sigue asistiendo, y moderando, las tertulias privadas de este centro del saber.

El pasado restaurado

Sabemos que ninguna institución de esta envergadura puede mantenerse sin ayudas y, especialmente, el compromiso de sus asociados. Una de las muestras de ese compromiso moral y económico se puede apreciar en una mesa vitrina que expone tesoros.

Con el aporte de los socios se han podido recuperar y restaurar libros muy valiosos. Así, por ejemplo, un libro de mapas del astrónomo, geógrafo y matemático Klaudios Ptolemaios, o Claudio Ptolomeo, impreso en 1552. Un ejemplar que tiene, como valor agregado, tachones de la censura eclesiástica, que años más tarde no vería con buenos ojos ciertas afirmaciones del estudioso de origen greco-egipcio.


(IMAGEN  AL FINAL DEL ARTICULO)
Antigua entrada de carruajes, hoy vía de acceso principal desde la calle de La Canuda.


También se ha restaurado un ejemplar de la Lógica de Aristóteles, impreso en 1589 y, para lo que importa a la identidad de Cataluña, un grueso volumen que recoge la Constitución y derechos del principado, en una edición datada entre 1588 y 1599.

Aristóteles, Ptolomeo; Francesc Pla, “El Vigatá”; Josep Jujol… ¿Cómo dejar de lado la tentación de entender el Ateneu Barcelonès como una cápsula del tiempo?

Tentación que se planta en un pasado muy cercano cuando dejamos la biblioteca para dirigirnos al jardín interior, pasando por la sala de ajedrez.

Los tableros de juego están dispuestos sobre mesas forradas con tapete verde, que en su origen no fueron pensadas para el ajedrez. Eso lo delatan las incrustaciones en la madera de ceniceros de metal, algunos de ellos alargados, como para apoyar allí los puros, y con una pequeña caja con tapa a la altura de donde debería estar el extremo encendido.

Está claro que alguna vez esos tapetes verdes vieron deslizarse reyes, bastos, picas o corazones, mientras los socios disfrutaban de un rato de juego fumando. Fumando. Lo escribo y me parece que fue en el Paleolítico cuando fumar no era un pecado contra la salud pública. Hasta el ajedrez puede ser aburrido si no se disfruta de la compañía compartiendo una copa de licor y el humo y el aroma de un buen cigarro.

Pero, antes de gozar de ese paraíso inimaginable en el centro de Barcelona que es el jardín interior del Ateneu, volvemos un instante a lo ambicioso y lo ridículo de ciertas cápsulas del tiempo.

En la actualidad hay dos cápsulas temporales en el espacio. Y con ellas tuvo mucho que ver el científico y divulgador Carl Sagan. En dos sondas Voyager se han enviado discos de oro que llevan mensajes de los actuales habitantes de la Tierra para los “terrícolas”, si es que todavía existen, en el año 52.000. Eso se llama ambición.

Por otro lado, hay una caja hermética enterrada bajo un monumento en Mérida, Yucatán, que encierra una botella de licor, una caja de talco, una botella de gaseosa, artesanías varias, periódicos, envolturas de galletas, una memoria USB y hasta una gorra de un equipo de béisbol. Eso se llama hacer el ridículo.

Por fin el jardín

Si bien este espacio con palmeras, parterres floridos, arbustos y un estanque con peces rojos está reservado para los socios, no se hace difícil el acceso, y uno mismo lo ha hecho varias veces. Es suficiente con poner cara de persona seria, no preguntar por el camino, ascender por la escalera que está a la derecha del patio de carruajes, atravesar, por la puerta que tenemos enfrente, la sala de ajedrez y salir a esta emulación del Paraíso Terrenal en medio de Barcelona.

Estos días, cuando aun no aprieta el calor, y aquellos primeros del otoño, cuando da gusto sentarse un rato al sol, son los mejores momentos para disfrutar de un libro, un café o una charla distendida en los bancos y las mesas que completan un escenario que es visitado asiduamente por los pájaros. Si alguno cree que no hay pájaros en Barcelona es porque nunca estuvo en el jardín interior del Ateneu Barcelonès.

El autor: Raúl Argemí, un escritor con mucha vida a sus espaldas.



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